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Vista con Título | Refiere un Amigo |
300 y el taxi
Publicado en:27 Junio 2019 12:05 am
Última actualización en:28 Marzo 2024 8:49 am
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Estaba tumbado en la piscina del hotel a primera hora de la mañana. El cielo andaba velado, pero iba a ser un día caluroso en Barcelona. Adoro las piscinas de los hoteles del Eixample y ver como la ciudad se sumerge en sus rutinas mientras desde arriba, ajeno a todo, observo en bañador desde la azotea e imagino las mil gestiones que se están realizando ahí abajo. Afortunadamente, yo ya no tenía ninguna pendiente, excepto disfrutar del día, de la lectura sosegada y de ese grupo nuevo que descubrí el año pasado en el Sonorama.

No obstante, la terraza solitaria y su agua quieta me turbaron de una manera especial y me sugirieron cuerpos mojados y pieles morenas. Volver a las ciudades en las que uno ha vivido siempre evoca los mejores recuerdos y se descubren los pequeños detalles que la rutina impedía contemplar con su agenda y sus imposibles huecos de aparcamiento.

Nunca antes había contratado los servicios de una escort, pero la apetencia pudo con mis reparos. Mi socio me contaba sus experiencias en sus viajes y me atraía la idea de compartir una cena, quizás unas copas, y un buen polvo de una mujer que simulaba estar rendida: los viajes frecuentes hacen a uno desear a veces compañía sencilla.

Reconocía enseguida, entre las chicas que se ofrecían en la web, a mi antigua amante: labios sugerentes, mirada penetrante y piernas torneadas rematadas en una cadera de vértigo que se encogía en una cintura de infarto, creando una curva de imposible geometría. Bajo sus braguitas rojas asomaba el tatuaje de un dragón, que prometía el fuego devorador de sus fauces. Su espectacular atractivo despejó mis últimos reparos y llamé para contratar el servicio, con la excitación del recuerdo de nuestros antiguos encuentro aleteando en mi pecho. Reconocí al instante su voz encantadora, dulce y sencilla, pero que a la vez denotaba clase e inteligencia y una pizca de lánguida distancia. Elegía las palabras y las pronunciaba con dulce cadencia, delatando todavía su origen brasileño. Le expliqué lo que quería y pareció entenderlo a la perfección, pero no me dio la impresión de que me reconocía.

Llegó al cabo de una breve media hora que no pude distraer de otra manera que no fuera recordando el roce de su piel desnuda sobre la mía y sus largos besos en los que parecía condensar el deseo como una dulce crema y a la vez como una salsa picante. Me vino a la mente aquella vez que follamos en el parquing de Plaza Cataluña y me sorprendió la cálida humedad de su coño cuando la penetré de forma apresurada. O aquella vez que teñíamos apenas media hora para vernos y empezamos a meternos mano en el ascensor, ajenos al riesgo de que nos sorprendieran, como así ocurrió. Se quitó las gafas de sol como si me buscara y no fuera el único huésped. Mi pecho brincó como una liebre sorprendida: seguía siendo la chica deseable que recordaba, con su eterna sonrisa y su cuello ligero. Se sorprendió al reconocerme y se le escapó una risa franca que le duró mientras nos saludábamos con un beso en la boca y me susurraba que iba a ser un servicio muy .

Llevaba un vestido oscuro, ancho, muy veraniego. Mientras se lo quitaba, noté una incipiente erección que la vista de su cuerpo delgado acabó por aumentar: su bikini verde resaltaba el color bronceado y resaltaba los músculos de sus piernas y su terso ombligo. Me deleité con la vista de su redondo culito, porque la braguita brasileña dejaba más fuera que dentro. Seguía siendo de la medida de mi mano, pero no pareció recordar la ocurrencia.

Me contó que ya había acabado la carrera, y que hacía esto no por necesidad, sino por capricho. Por capricho de zapatos y también por el de sentirse por unos instantes propiedad de un hombre que la ansiaba. Cruzamos, ella con cierta displicencia, un par de frases sobre los motivos por los cuales dejamos de vernos, pero aquello formaba ya parte de un pasado que se nos antojaba remoto.

Nos dimos un chapuzón: nunca la había visto nadar, pero era tan ligera como cuando corría o como cuando se entregaba. Después, dentro del agua, apoyada en el suelo de la piscina con los codos extendidos y con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, me llamaba, me pedía que me pusiera detrás y la apretara. Volver a sentir la plenitud de su cuerpo me hizo sentir terriblemente vivo. Las caricias, dentro del agua, ardían de igual manera, y los besos húmedos se escurrían por sus hombros y por su nuca igual que gotas.

- Bajemos a la habitación – me dijo anticipándose a mis deseos.

Recogí mis cosas de forma un poco apresurada mientras ella, con lenta cadencia, se colocaba de nuevo el vestido. Caminaba con un deje de indiferencia que la calidez de sus abrazos desmentía. Se dejó desvestir como la primera vez, participando en la ceremonia de mis manos torpes ante su bikini mojado. Se abandonó a mis caricias y a mis besos como aquellos días remotos de pasión que compartimos. Me llené la boca con sus labios hinchados mientas con las manos recurría sus muslos exactamente de la misma manera que recordaba de aquellos encuentros: sobre el escritorio y sobre la cama, abordándola por detrás mientras agarraba su culo a la vez que lo mordisqueaba. Le acercaba mi verga y la tomaba suavemente, de manera al principio imperceptible pero que luego iba incendiando con el roce de sus dedos, de su boca y de su lengua ávida.

Prolongamos ese juego hasta que el deseo de sentirme dentro nos pudo y follamos de las mil maneras que aprendimos para confirmar que eso no se olvida, como esquiar o montar en bici. Yo quería abarcarla entera y envolver su cuerpo con el mío, tocar su espalda y a la vez sus piernas, lamer su sexo y al mismo tiempo su nuca, recorrer su cadera y en un escorzo imposible sus pezones duros y sabrosos. Ella apretaba sus sexo cuando me montaba y yo agarraba sus caderas al embestirla en un duelo por ser el más hábil en complacer al otro.

Todo nos parecía poco, cada sacudida insuficiente y la tensión que acompaña al placer nunca parecía tener límites. Así que cuando por fin me corrí sobre ella con un suspiro largo que ahogó sus gemidos, no pude empezar a pensar en otra cosa que en volver a Barcelona, en llamarla, en volver a experimentar la especial forma de follarnos (siempre lo son, ¿verdad?).

- Son 300, ¿verdad? – le dije cuando recobré el aliento.

Ella, levantándose (la seguía de reojo para aprovecha la visión de su cuerpo desnudo hasta el último instante), añadió:

- Y el taxi.

Y mientras se vestía, me miró sonriente y me dijo,

- No esta mal, ¿verdad?
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